Era el suyo un miedo cerval, irracional, atávico… podría decirse que supersticioso. Cada cuatro años y al final del segundo mes, se le encogían el estómago y los sentimientos, preparada para el desenlace final sin estarlo nunca del todo.
Lo que para unos era el turno festivo del altius, fortius olímpico, para ella representabaa una tortura íntima que, afortunadamente, eso sí, terminaba pronto: 29 de febrero, año bisiesto. 24 horas más añadidas con rigor científico a los 365 días convencionales. 24 horas más empleadas por los truhanes del tarot para llenar de misterio inestable el destino de sus víctimas recurrentes.
Poco más para la mayoría: un año… curioso, excepcional, digno de celebrarse para los pocos nacidos en ese día escurridizo que sólo hacía acto de presencia cada 48 meses. Para ella, un suplicio indescriptible que ya comenzaba el año anterior… el año bisiesto anterior, tras arrullarse en el alivio de haberlo superado, pero mirando ya de reojo al siguiente.
Eran unos cuantos los antepasados caídos en tan funesto año para la familia. Motivo más que suficiente para temerlo, si se tiene en cuenta que gran parte de nuestros miedos responden a motivos bastante más nimios y arbitrarios. “Moriré en año bisiesto”, decía convencida y aterrorizada ante su propia premonición, inevitable, rotunda. Es inútil racionalizar las fobias cuando la angustia agarrota el ánimo, encoge el estómago, nubla las ideas y debilita las piernas. Cuando el motivo del terror se acerca inexorable, firme, cada vez más grande y más tangible hacia el centro de nuestras neurosis.
Ella, mi abuela Ana, no murió en año bisiesto. Su gran fallo de previsión la llevó a morir agónica e hinchada el 21 de marzo de un año cualquiera, soñando que su nieta sería pronto una periodista de éxito, exhibiendo una ternura y un buen humor de los que careció siempre, hasta que la enchufaron a una bombona de oxígeno. Hasta entonces, no era fácil amarla, ni siquiera tolerar su sentido de la autoridad férrea. Sin embargo, todos a su alrededor nos rendimos ante la bondad recién nacida de una anciana moribunda que había hallado en la sobredosis de oxígeno su elixir de la felicidad y la ternura.
¿Quién era la verdadera Ana? ¿Aquella mujer antipática y con sempiterno rictus de disgusto y frialdad? ¿O la anciana cansada y arrugada que saludaba a los recién llegados con una sonrisa franca en los labios y otra acuosa y abierta, luminosa diría, en la mirada? Me resisto a adoptar una respuesta u otra en función de mis necesidades afectivas o mis anhelos románticos. Me quedo, en cambio, con la realidad de una abuela siempre distante y ajena a la que amé en reciprocidad y con emoción en sus años –los últimos- de decadencia física y esplendor espiritual. Incluso diría que aquellos periodos en los que le retiraban la bombona continuaba inmersa en esa exultante borrachera de serenidad y calidez, como si ese fuera ya para siempre y de verdad su auténtico estado, independientemente de los efluvios del oxígeno.
Conservo su calendario, el zaragozano, el de toda la vida. Ese taco en el que cada hoja de papel biblia representaba un día que se iba arrancando, en las horas de soledad, como si fuera plomo. Pesado, tosco, recordaba onomásticas, aforismos y vidas de santos. Un año no empezaba con buen pie sin su reluciente nuevo almanaque, libre de arrugas, colgado de la pared por un clavo frágil y problemático.
Ella y su relación enfermiza con el paso del tiempo. Conservo su taco, apenas si desvirgado, apenas sí manido, detenido para siempre en el 21 de marzo. Es un recordatorio brutal del día en que perdí a la mujer desconocida que me abrazaba con el alma y me llamaba “mi periodista”. El único recuerdo tangible que guardaré de ella, sumado a su colección de diarios caóticos, en los que el menú del día y la ilusión por vernos de nuevo llenaban párrafos garrapateados y cuajados de faltas de ortografía. Demasiada intimidad la de esos cuadernos pueriles e inocentes, tan transparentes y puros que, lejos de ser una joya literaria, son una joya de humanidad vivida al máximo, sin dobleces. Quizá un día me atreva a compartir con mis lectores invisibles –inexistentes tal vez- el contenido de tan deliciosos diarios. Por hoy, este es mi homenaje, en un año bisiesto que ya no la hizo sufrir.