martes, 21 de octubre de 2008

Mi Buenos Aires querido y querible

Arreciaban todas las lágrimas del universo por dentro. Pero la emoción acumulada ejercía tanta presión en el interior, que ni una sola gota salada pudo fugarse por el lacrimal. Afortunadamente, algo había aminorado el peso de los fluidos oculares cuando por vez primera en mi vida, dejé de soñarte y te divisé en el horizonte diáfano, desde el faro de Colonia.

Cruzando el Río de la Plata de Este a Oeste y de Sur a Norte con rumbo a tus entrañas, los elementos se aliaron para hacer de mi llegada y tu recibimiento un espectáculo de colores más teatral o pictórico que prosaico y real. Atardecía el anciano invierno austral sobre las aguas inabarcables en tonos rojos de fuego, dibujándote esbelta, sólida y sosegada en un contraluz onírico.

A velocidad inversamente proporcional al latido de mi corazón acelerado y exultante, te acercabas a mí, mientras te contemplaba absorta y feliz, conmovida e incrédula, henchida de reverencia, evocación y amor; saturada de emociones, a punto de explotar.

Tu horizonte permanece en mis pupilas fresco, rojo y palpitante.