jueves, 28 de febrero de 2008

Año bisiesto


Era el suyo un miedo cerval, irracional, atávico… podría decirse que supersticioso. Cada cuatro años y al final del segundo mes, se le encogían el estómago y los sentimientos, preparada para el desenlace final sin estarlo nunca del todo.


Lo que para unos era el turno festivo del altius, fortius olímpico, para ella representabaa una tortura íntima que, afortunadamente, eso sí, terminaba pronto: 29 de febrero, año bisiesto. 24 horas más añadidas con rigor científico a los 365 días convencionales. 24 horas más empleadas por los truhanes del tarot para llenar de misterio inestable el destino de sus víctimas recurrentes.


Poco más para la mayoría: un año… curioso, excepcional, digno de celebrarse para los pocos nacidos en ese día escurridizo que sólo hacía acto de presencia cada 48 meses. Para ella, un suplicio indescriptible que ya comenzaba el año anterior… el año bisiesto anterior, tras arrullarse en el alivio de haberlo superado, pero mirando ya de reojo al siguiente.

Eran unos cuantos los antepasados caídos en tan funesto año para la familia. Motivo más que suficiente para temerlo, si se tiene en cuenta que gran parte de nuestros miedos responden a motivos bastante más nimios y arbitrarios. “Moriré en año bisiesto”, decía convencida y aterrorizada ante su propia premonición, inevitable, rotunda. Es inútil racionalizar las fobias cuando la angustia agarrota el ánimo, encoge el estómago, nubla las ideas y debilita las piernas. Cuando el motivo del terror se acerca inexorable, firme, cada vez más grande y más tangible hacia el centro de nuestras neurosis.


Ella, mi abuela Ana, no murió en año bisiesto. Su gran fallo de previsión la llevó a morir agónica e hinchada el 21 de marzo de un año cualquiera, soñando que su nieta sería pronto una periodista de éxito, exhibiendo una ternura y un buen humor de los que careció siempre, hasta que la enchufaron a una bombona de oxígeno. Hasta entonces, no era fácil amarla, ni siquiera tolerar su sentido de la autoridad férrea. Sin embargo, todos a su alrededor nos rendimos ante la bondad recién nacida de una anciana moribunda que había hallado en la sobredosis de oxígeno su elixir de la felicidad y la ternura.


¿Quién era la verdadera Ana? ¿Aquella mujer antipática y con sempiterno rictus de disgusto y frialdad? ¿O la anciana cansada y arrugada que saludaba a los recién llegados con una sonrisa franca en los labios y otra acuosa y abierta, luminosa diría, en la mirada? Me resisto a adoptar una respuesta u otra en función de mis necesidades afectivas o mis anhelos románticos. Me quedo, en cambio, con la realidad de una abuela siempre distante y ajena a la que amé en reciprocidad y con emoción en sus años –los últimos- de decadencia física y esplendor espiritual. Incluso diría que aquellos periodos en los que le retiraban la bombona continuaba inmersa en esa exultante borrachera de serenidad y calidez, como si ese fuera ya para siempre y de verdad su auténtico estado, independientemente de los efluvios del oxígeno.


Conservo su calendario, el zaragozano, el de toda la vida. Ese taco en el que cada hoja de papel biblia representaba un día que se iba arrancando, en las horas de soledad, como si fuera plomo. Pesado, tosco, recordaba onomásticas, aforismos y vidas de santos. Un año no empezaba con buen pie sin su reluciente nuevo almanaque, libre de arrugas, colgado de la pared por un clavo frágil y problemático.


Ella y su relación enfermiza con el paso del tiempo. Conservo su taco, apenas si desvirgado, apenas sí manido, detenido para siempre en el 21 de marzo. Es un recordatorio brutal del día en que perdí a la mujer desconocida que me abrazaba con el alma y me llamaba “mi periodista”. El único recuerdo tangible que guardaré de ella, sumado a su colección de diarios caóticos, en los que el menú del día y la ilusión por vernos de nuevo llenaban párrafos garrapateados y cuajados de faltas de ortografía. Demasiada intimidad la de esos cuadernos pueriles e inocentes, tan transparentes y puros que, lejos de ser una joya literaria, son una joya de humanidad vivida al máximo, sin dobleces. Quizá un día me atreva a compartir con mis lectores invisibles –inexistentes tal vez- el contenido de tan deliciosos diarios. Por hoy, este es mi homenaje, en un año bisiesto que ya no la hizo sufrir.

Microcosmos

Era tan, pero tan pequeña, que se perdió en medio de un microcuento.

miércoles, 27 de febrero de 2008

Libre para pensar... libre para opinar

Dicen unos que somos producto o hijos de las influencias de una sociedad mediática y mediatizada que hace de nosostros y nuestros pensamientos lo que quiere. Afirman otros haberse liberado por completo del yugo mediático y mediatizador. De mí misma, yo digo que cada vez soy más libre de lo que nos dictan debemos ser, debemos rechazar, debemos defender... para ser, rechazar y defender cada vez con mayor convencimiento y menos miedo lo que mi capacidad de análisis y mi conciencia me dictan. Nunca osaría decir que soy libre del todo o que carezco de prejuicios, aunque cada vez me acerco más a la libertad.

No es fácil automarginarse del rebaño. Ni es fácil pertenecer a él cuando la elite intelectual lo desaprueba. Como ejemplo, el flamenco. Hace no demasiadas décadas, el flamenco estaba considerado por la crema de la crema como una música populachera, histriónica, sin gusto ni arte en su esencia. Todos hacían esfuerzos hiperbólicos por dejar claro que lo detestaban. Hoy, sin embargo, el flamenco parece ser la más alta manifestación del arte musical étnico y racial. Se agotan las entradas, duelen las palmas de las manos tras ovaciones interminables, arrasan en las listas de ventas los discos más calés y en las universidades se celebran congresos de alto nivel sobre el flamenco y sus excelsos artistas.

Más: está claro que no hay en España una sola persona a la que le guste medianamente Julio Iglesias. Está claro que no hay nadie por aquí a quien escuchar un sólo acorde de una de sus canciones no le lleve a la nausea. Y está claro que quien decida mostrar un mínimo aprecio hacia sus melodías recibirá una avalancha de críticas, gestos asqueados y exclamaciones de incredulidad. Así que, mi pregunta es: ¿Quién coño compra en este país los dos millones de ejemplares cada vez que este ser abyecto saca disco nuevo?

En definitiva y por acabar ya y aliviar la migraña mirando hacia un lugar menos hostil que la pantalla del ordenador, no era esta la forma en que pensaba inaugurar mi blog, ni mucho menos. Pero es al fin y al cabo, una forma de inaugurarlo y eso, teniendo en cuenta mis recelos iniciales, pensando "para quién escribes, para qué", ya es mucho. Será este el blog de una librepensadora que busca liberar sus pensamientos recurrentes en forma de palabras con el mismo fin exhibicionista que tenemos todos. Se admiten críticas, rectificaciones y alabanzas. Se admite todo, pero con una sencillísima condición: sin insultos y con argumentos sólidos. Los demagogos, ya pueden irse por el mismo link que han venido. Los del "buenismo", ahí tienen la puerta. Recomiendo que se vayan con viento fresco a los que un día gritaron hasta la afonía "NUNCA MAIS" y ni siquiera se les encogieron las vísceras ante los incendios de Guadalajara, porque no estaba de moda salir a protestar. Pueden largarse también, y cuanto antes mejor, los que apoyan a un partido político como quien es del Atleti, sin autocrítica ni honestidad. No, no os estoy echando: al contrario, me preocupo por vuestra salud mental. Aquí no se echa a nadie, sino que se le reta a una batalla dialética sincera.

Por lo demás, os doy la bienvenida a todos: a los que pensais como yo y a los que disentís hasta en lo más básico conmigo. Por mi parte, me comprometo a no dejarme llevar por la autocensura ni por la espiral del silencio (el temor a la marginación se traduce en falsas verdades) a la que, por cierto, dedicaré varias entradas, puesto que es un mal que, aunque para algunos ya esté superado, monopoliza cada vez más el mundo en el que malvivimos. Habrá cuentos, noticias, pensamientos, habrá espíritu constructivo y afán total y alebosamente destructor. Aviso de que, muy probablemente, nadie podrá estar de acuerdo con todo lo que aquí diga y mientras un día encontrareis la satisfacción de ver plasmadas vuestras inquietudes en mis párrafos, otros días renegareis de cada una de las sílabas.

Me amaréis y me odiaréis. Trataréis de etiquetarme y erraréis si deducís haberlo conseguido. Os haré pensar y quizá os haga vomitar de rechazo. Pero si desde el odio o desde el aprecio, consigo que algo se mueva en vosotros, el objetivo se habrá conseguido.