La urbe capitalina, que en otro tiempo fue verdaderamente de la cultura, resucitaba sin precedentes, en medio de una capitalidad cultural europea que más bien parecía un homenaje patético y anacrónico a un pasado tan lejano como esplendoroso.
Aquella mañana, desperté en medio de un llanto a duras penas contenido en los últimos días. Un llanto que, ininterrumpido, se prolongaría hasta la madrugada, unas 20 horas después.
Pronto, el hombre austral se vio enjugando mis lágrimas con caricias y besos, mientras derramaba las suyas, calando de abatimiento y clausura las sábanas de una cama castigada por constantes ejercicios a dúo durante aquel segundo mes de 2002. La misma cama que antes de su llegada se me antojaba grande y que, con él dentro, pegado a mí -yo pegada a él-, resultaba vertiginosamente inmensa.
Tras varios intentos infructuosos, me rindo: no consigo recordar la mayoría de los minutos angustiosos que llenaron ese último día juntos. Demasiada tristeza, demasiadas lágrimas que negaban y tergiversaban una realidad percibida sólo en parte, en medio de una neblina acuosa.

Sí recuerdo, sin embargo, la más especial y azarosa de nuestras decenas de despedidas, que se producían regularmente, cada pocos minutos, como si despedirse varias veces asegurase un reencuentro en el futuro distante y ajeno.
No sé cómo llegamos de nuevo a la cama, después de comer frugalmente, olvidando el plato y concentrándonos en tocarnos con premura, en mirarnos a los ojos, en memorizar cada uno de los rasgos del otro -para cuando el océano nos separase-, que en fotografía nunca serían lo mismo. No sé a qué hora sucedió, ni si duró mucho o poco. Conociendo lo mucho que somatizo los estados de ánimo, creo que, en esa última ocasión, opté por dejarme querer, bajo su cuerpo frenético.
Únicamente sé con certeza que, por primera vez, lloré e hice el amor al mismo tiempo, repartiendo dolor psicológico y placer físico, gemidos e hipidos, a partes iguales. Nos abrazábamos como queriendo meter al uno en el cuerpo del otro, enterrarlo en el fondo y quedárselo siempre ahí. Nos besábamos como queriendo darnos todos los besos que no nos daríamos por tiempo indefinido (quizá ya nunca), mientras yo sorbía los mocos sin pudor y el hombre austral me lamía las lágrimas.
Olvidó en mi casa -diría que a propósito, como un souvenir cuyo significado sólo conocíamos él y yo- el botecito de desodorante: ese cuyo aroma me volvió loca y ya siempre vincularía sólo a él. Varias veces al día, agarraba -casi abrazaba, casi arrullaba- el botecito metálico con ambas manos, cerraba los ojos, acercaba el vaporizador a la nariz y, como una yonky de recuerdos, aspiraba larga y profundamente, para sentirle casi materialmente a mi lado.
Al cabo de unos días de ausencia, un fenómeno extraño y reconfortante -puede que algo preocupante-, comenzó a sucederse de manera arbitraria, imprevista, incontrolable: en cualquier lugar de la casa, a cualquier hora, cualquier día, y con el botecito bien resguardado en el fondo del cajón de la mesilla, ese mismo olor aparecía en un punto concreto de la estancia, como si en vez de gas fuera una masa sólida. Allí se detenía durante unos segundos -muchos o pocos, según la ocasión- permitiéndome introducirme en su núcleo, dando muy despacio vueltas sobre mi propio eje, regodeándome en la sensación de tocar al hombre austral, de estar tan dentro de él como intenté estarlo la última vez que, en llanto, hicimos el amor.
Mi conclusión: me estaba volviendo loca. Con todo, me decidí a contarle el suceso repetitivo a mi mejor amigo que, escéptico, se limitó a demostrar un asombro neutro que no delataba ni incredulidad ni anuencia.
Poco después, mi amigo fue una noche a cenar a casa, a charlar y, como casi siempre, a pasar el rato, sin más ambición que la de disfrutar de la mutua compañía cómplice. La primavera estaba ya en plena ebullición y la jornada había sido calurosa. Las piedras de Villamayor -las mismas que adquieren tonos aúreos al principio y al fin de los días- son sumamente termófilas, por lo que abrí la puerta del balcón para refrescar el pequeño apartamento, mientras él descansaba despatarrado en el sofá.
En mi disfrute de pasar largos ratos asomada a la calle, salí al balcón un instante y entonces, pasó de nuevo: entre la casa y la calle, junto a la ropa tendida, se sostenía en el aire esa masa de olor, el olor del hombre austral, que vivía, cada vez más débil, en el botecito de desodorante.
"¡Está aquí!, ¡está pasando otra vez!, ¡el olor! Joder, ¡el olor! Corre, ¡ven!", le grité entusiasmada, satisfecha por poder demostrar el fenómeno, temerosa por la posibilidad de confirmar mi desequilibrio, emocionada por sentirle de nuevo a nuestro lado. Como un muelle recién estrenado, mi amigo saltó del sofá y, tan juguetón como curioso, salió al balcón, donde, sin salir de su asombro, reconoció ese mismo aroma tras una larga aspiración. Era cierto... o el poder de sugestión es ilimitado o ambos estábamos locos. Qué más da.
El caso es que, desde entonces, me gusta vincular un olor con las personas queridas. Y si puedo rescatarlo en una pastilla de jabón, un desodorante o una marca de tabaco, lo atesoro y lo llevo conmigo para aspirarlo siempre que la nostalgia ataque. ¿A qué hueles tú?