miércoles, 28 de mayo de 2008

Entre el placer y el llanto

Se marchitaba febrero, dando vía libre -aunque con baches- a una primavera incipiete que devolvía el tono dorado, al alba y en el ocaso, a las piedras de Salamanca -o "la ciudad de cuentos", tal como la había bautizado el hombre austral-.

La urbe capitalina, que en otro tiempo fue verdaderamente de la cultura, resucitaba sin precedentes, en medio de una capitalidad cultural europea que más bien parecía un homenaje patético y anacrónico a un pasado tan lejano como esplendoroso.

Aquella mañana, desperté en medio de un llanto a duras penas contenido en los últimos días. Un llanto que, ininterrumpido, se prolongaría hasta la madrugada, unas 20 horas después.

Pronto, el hombre austral se vio enjugando mis lágrimas con caricias y besos, mientras derramaba las suyas, calando de abatimiento y clausura las sábanas de una cama castigada por constantes ejercicios a dúo durante aquel segundo mes de 2002. La misma cama que antes de su llegada se me antojaba grande y que, con él dentro, pegado a mí -yo pegada a él-, resultaba vertiginosamente inmensa.

Tras varios intentos infructuosos, me rindo: no consigo recordar la mayoría de los minutos angustiosos que llenaron ese último día juntos. Demasiada tristeza, demasiadas lágrimas que negaban y tergiversaban una realidad percibida sólo en parte, en medio de una neblina acuosa.



Sí recuerdo, sin embargo, la más especial y azarosa de nuestras decenas de despedidas, que se producían regularmente, cada pocos minutos, como si despedirse varias veces asegurase un reencuentro en el futuro distante y ajeno.

No sé cómo llegamos de nuevo a la cama, después de comer frugalmente, olvidando el plato y concentrándonos en tocarnos con premura, en mirarnos a los ojos, en memorizar cada uno de los rasgos del otro -para cuando el océano nos separase-, que en fotografía nunca serían lo mismo. No sé a qué hora sucedió, ni si duró mucho o poco. Conociendo lo mucho que somatizo los estados de ánimo, creo que, en esa última ocasión, opté por dejarme querer, bajo su cuerpo frenético.

Únicamente sé con certeza que, por primera vez, lloré e hice el amor al mismo tiempo, repartiendo dolor psicológico y placer físico, gemidos e hipidos, a partes iguales. Nos abrazábamos como queriendo meter al uno en el cuerpo del otro, enterrarlo en el fondo y quedárselo siempre ahí. Nos besábamos como queriendo darnos todos los besos que no nos daríamos por tiempo indefinido (quizá ya nunca), mientras yo sorbía los mocos sin pudor y el hombre austral me lamía las lágrimas.

Olvidó en mi casa -diría que a propósito, como un souvenir cuyo significado sólo conocíamos él y yo- el botecito de desodorante: ese cuyo aroma me volvió loca y ya siempre vincularía sólo a él. Varias veces al día, agarraba -casi abrazaba, casi arrullaba- el botecito metálico con ambas manos, cerraba los ojos, acercaba el vaporizador a la nariz y, como una yonky de recuerdos, aspiraba larga y profundamente, para sentirle casi materialmente a mi lado.

Al cabo de unos días de ausencia, un fenómeno extraño y reconfortante -puede que algo preocupante-, comenzó a sucederse de manera arbitraria, imprevista, incontrolable: en cualquier lugar de la casa, a cualquier hora, cualquier día, y con el botecito bien resguardado en el fondo del cajón de la mesilla, ese mismo olor aparecía en un punto concreto de la estancia, como si en vez de gas fuera una masa sólida. Allí se detenía durante unos segundos -muchos o pocos, según la ocasión- permitiéndome introducirme en su núcleo, dando muy despacio vueltas sobre mi propio eje, regodeándome en la sensación de tocar al hombre austral, de estar tan dentro de él como intenté estarlo la última vez que, en llanto, hicimos el amor.

Mi conclusión: me estaba volviendo loca. Con todo, me decidí a contarle el suceso repetitivo a mi mejor amigo que, escéptico, se limitó a demostrar un asombro neutro que no delataba ni incredulidad ni anuencia.

Poco después, mi amigo fue una noche a cenar a casa, a charlar y, como casi siempre, a pasar el rato, sin más ambición que la de disfrutar de la mutua compañía cómplice. La primavera estaba ya en plena ebullición y la jornada había sido calurosa. Las piedras de Villamayor -las mismas que adquieren tonos aúreos al principio y al fin de los días- son sumamente termófilas, por lo que abrí la puerta del balcón para refrescar el pequeño apartamento, mientras él descansaba despatarrado en el sofá.

En mi disfrute de pasar largos ratos asomada a la calle, salí al balcón un instante y entonces, pasó de nuevo: entre la casa y la calle, junto a la ropa tendida, se sostenía en el aire esa masa de olor, el olor del hombre austral, que vivía, cada vez más débil, en el botecito de desodorante.

"¡Está aquí!, ¡está pasando otra vez!, ¡el olor! Joder, ¡el olor! Corre, ¡ven!", le grité entusiasmada, satisfecha por poder demostrar el fenómeno, temerosa por la posibilidad de confirmar mi desequilibrio, emocionada por sentirle de nuevo a nuestro lado. Como un muelle recién estrenado, mi amigo saltó del sofá y, tan juguetón como curioso, salió al balcón, donde, sin salir de su asombro, reconoció ese mismo aroma tras una larga aspiración. Era cierto... o el poder de sugestión es ilimitado o ambos estábamos locos. Qué más da.

El caso es que, desde entonces, me gusta vincular un olor con las personas queridas. Y si puedo rescatarlo en una pastilla de jabón, un desodorante o una marca de tabaco, lo atesoro y lo llevo conmigo para aspirarlo siempre que la nostalgia ataque. ¿A qué hueles tú?

14 comentarios:

adam dijo...

Que preciosidad de cuento-historia.

Me ha asombrado siempre la capacidad de algunas mujeres para conservar en su memoria el olor de las personas (yo soy un analfabeto olfativo).

Una despedida larga, inevitable, con poca esperanza de arreglo es dura.

Espero que entre las lagrimas, el hipo y los gemidos lo que mas haya perdurado en tu memoria sensorial sea el roce calido de las pieles.

Me gusta tu intensidad en el amor. me sorprende tu capacidad de perdida, me echiza la facilidad que tienes para juntar letras, formar palabras y lograr contarnos de tan brillante manera, no solo hechos, sino los sentimientos que revisten las situaciones.

Desearia que tu almacen de memoria olfativa te trajera recuerdos de momentos felices. De personas que merezcan estar en tus sueños.

Yo creo que a algo dulce, con una chispa de frescor y un punto picante. No lo podria jurar.

MaríaT dijo...

Cien por cien de acuerdo con lo de los olores. De pronto un champú me puede transportar al campamento de agosto de mi niñez o a las duchas del colegio mayor ovetense. La hierba recién segada es mi casa y el olor a polvo urbano que dejan las tormentas y su electricidad estática es Pucela. Salamanca huele a parrilla de carne (4 años viviendo con un balcón sobre el Lecdhón es lo que consiguen) y Montevideo... La verdad es que lo de los olores no lo descubres hasta que te viene el recuerdo, así que lo sabré cuando ya no esté aquí.
Y con las personas otro tanto de lo mismo... Me encanta cruzarme con alguien que comparte perfume o gel de ducha o desodarante con otro alguien importante en mi vida porque es como recibir de nuevo un abrazo.
Memoria sensitiva. Memoria emocional.

Besooooos

P.D: Lo de "mañana" es metafórico. Dejemoslo en "unas semanas",¿ok?
;-)

MaríaT dijo...

Oye! Que Anita se va este finde a Salamanca y como tú sueles ir te aviso por si cuadra y os veis y charlais laaaaaargo y tendido.
Besooooos

JUANAN URKIJO dijo...

Me ha gustado mucho leerte y sentir esas huellas emocionales que aún guardas...
Lo que has escrito, me ha recordado aquella frase de George Sand que decía que "Dios ha puesto el placer tan cerca del dolor que muchas veces se llora de alegría".

Besos.

Maximus dijo...

Me lo creo completamente. Estoy convencido de que tengo el olfato poco desarrollado, pero a veces un olor inesperado (¿quizá inexistente?) me traslada a un momento remoto, incluso de cuando era pequeño.

Precioso relato.

Buen hombre dijo...

COn relatos de mujeres, uno conoce mas de la vida.

Isabel dijo...

Yo no he podido desarrollar se sentido. El único que me ha permitido es el de la imaginación, ahí si llega la verdadera locura, cuando ni siquiera puedes recordar aromas o tactos.
Ahora mismo creo que huelo a ausencia más que nunca. Besos.
http://senderosintrincados.blogspot.com

Dante dijo...

bONITA HISTORIA EN TORNO AL OLOR QUE, EN RELAIDAD, ES UN REFLEJO DE LA REALIDAD. tODOS TENEMOS ALGUN OLOR QUE RECUERDA UN MOMENTO DE FELICIDAD. y ES TAN PERSONAL QUE LO QUE NOS PRODUCE UN PLACER A OTROS LES CREA UN RECHAZO.
yO AHORA ESTOY OLIENDO A TI. nO LO SE EN REALIDAD, PERO PUEDO FIGURARMELO.
pOR CIERTO QUE ERES PERIODISTA, COMO YO, ANUNQUE ME FIGURO QUE TU ESTARÁS EN PLENA MADUREZ PRODUCTIVA Y YO YA HE SOBREPASADO LOS LÍMITES DE LA ACTVIDAD, AUNQUE SIGO DESGRANANDO RECUERDOS EN MI BLOG. pÂSATE POR EL Y LO VERAS.
cOMO NO MIRO A LA PANTALLA, SINO AL TECLADO AHORA ME DOY CUENTA QUE ESCRIBI TODO EN MAYSCULAS. pERDONA PERO NO SE SI FUE UNA ERRATA O UN GRITO DESGARRADORR.
dE TODAS MANERAS, NO LO PODRÍA REPETIR Y NO LO VOY A COIPIAR DE NUEVO. sE QUE ERES COMPRENSIVA.
uN BESO, COLEGA.

adam dijo...
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un monton de palabras dijo...

el olor a despedida es inconfundible! me gusto mucho tu relato.

Ceceda dijo...

tengo varios olores: el de la lavanda que da sosiego, el de la flor del limonero que levanta el espíritu; el jazmín, que está empezando, y en los atardeceres te trae buenos recuerdos y sino te los inventa; el mirto o arrayán que lleva en su esencia la sensualidad de los árabes que lo tenían plantado en los jardines de la Alhambra;el olor de la yerba recién segada me trae recuerdos de la infancia, en casa de mi abuela, con una amiga, metidas en la tenada y dejándonos resbalar por la yerba seca, despeinadas,con las piernas arañadas, salvajes y felices.

Unknown dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Unknown dijo...

Hola Libertdad vaya me has dejado sin aliento con este post.
Es increíble como funciona la mente, dicen los que saben que sobre todo el género femenino tiende a unir hechos con emociones, de esta manera nuestros recuerdos son más emocionales que los masculino, pero sin embargo un aroma que se graba junto con ese recuerdo se convierte en un pasaporte a la contemplación de un trozo de pasado que se hace presente con una simple nota perfumada en el aire.

Me ha encantado tu sitio, gracias por el enlace, ya mismo te enlazo en mi blog.

Un besote

http://neptunia.blogia.com

NAHUEL dijo...

Los aromas se hermanan a los silencios, entregan hasta el último suspiro en los vuelos del aire para soltar su esencia en el encuentro inesperado de los recuerdos. La mirada del amor ausente huele a pena, es el asma anacrónico del rencor hacia la vida que arremete violento contra la memoria cansina.
Y acercándome al olvido es cuando regreso al presente ya vivido. Desde allí se aspiran las caricias; labios erguidos transpiran, circulan por venas cargadas de inevitables y deseadas muertes compartidas. Sudores placenteros, crujientes, se instalan prisioneros en los goces del gemido.
Velas que se apagan, que se encienden, se inhalan con el cuerpo, derraman sus jugos agrios y dulces en la servidumbre del placer inacabado del vientre que se agita.
Las espaldas dibujan, en la luz de la sombra seductora, la llegada de una lengua infranqueable, frugal y sedienta, al faro inerte, iluminado, de la entrada al paraíso.
Nada podrá quitar la marca etérea de la seducción impregnada en la fragancia. Dedos esperanzados de placer que arrastran su consuelo por terrenos fértiles de sábanas arrugadas. La imagen colorida de un cuarto sudado se duerme en el cansancio de unos brazos, todavía agitados, que endulzan la brasa.
No creo, princesa, que tu hombre austral siga siendo el espejo de tu gloria, quizá no lo haya sido nunca. Un cuadro no será jamás lo que soñamos, la falta de realidad escénica le quita vida a cualquier creación.
Tal vez haya sido un maravilloso sueño que acabó al despertar, el cumplimiento intelectual un verdadero deseo. Eso nunca lo sabremos.
Aunque,... si la historia pertenece a un "país de cuentos",... estoy seguro de que cada lágrima enterrada en el piso mismo de la Plaza Mayor será el beso que reviva a cada instante la felicidad de aquel amor golondrina que una vez partió sin consuelo.

Un beso alado.

Nahuel.