jueves, 24 de abril de 2008

Pingüinada

En mi Top 3 de animales predilectos ocupan la cumbre perros, koalas y pingüinos, no necesariamente en este orden. Posiblemente, los tres comparten una serie de características que se acoplan a mi personalidad y los hacen irresistibles para mí.
Representan la ternura, la calidez, la fidelidad, la protección.



Defiendo a ultranza la ternura sin complejos. El abrazo espontáneo, el beso auténtico y apasionado, el que puede darse (sin necesidad de lengua de por medio, aunque Dios bendiga los buenos besos lenguados), desde el corazón, tanto a un amigo, como a un amante, aunque el destino facial sea distinto, según el caso.

De mi madre, entre otras cosas que ya detallé el 27 de marzo, he heredado ese carácter sumamente físico que impone como necesidad abrazar y tocar a las personas más queridas. El tocamiento en sí, claro está, depende en sus formas de quién sea su destinatario. Y así debe ser, porque confundir los distintos amores con sus diferentes expresiones de afecto, conduce irremisiblemente al caos y el dolor. Desde el abrazo más sexual hasta el más inocente, creo que, si nos tocáramos más, seríamos más felices o menos desgraciados.

Pero me desvío, me desvío como siempre, llevada por el torbellino de pensamientos conexos e inconexos que, frenéticamente, revolotean por mi cabeza desde que empecé a tener conciencia del mundo que me rodea.

En definitiva, reivindico la ternura en su forma más pura e inocente. La ternura como terapia, como medicina, como combustible y motivación. La ternura como apoyo, como demostración de afecto, como cura y anestesia. La ternura sincera, desinteresada y gratuita. La que no busca recompensa, la que ni siquiera busca reciprocidad.

Volviendo al principio, encuentro esa ternura que busco y doy a malsalva en estos tres animales: perros, koalas y pingüinos, y quizá por eso los quiero tanto. En octubre, tuve la excepcional y milagrosa oportunidad de disfrutar una semana de vacaciones. Hacía tres años que había olvidado el significado del término. Primero Dublín y después dos años suicidas de carrera con una media del doble de asignaturas más que el resto de alumnos por año, me habían retirado del descanso y el sosiego. Así que, avisé en el periódico: me voy siete días. Y debí decirlo tan contundetemente, que nadie chistó. Otro milagro, dadas mis circunstancias laborales.

Así que, con un examen de convalidación de la carrera pendiente, mi padre y yo metimos cuatro cosas en la maleta, nos embarcamos en un avión y aterrizamos en Tenerife, dispuestos a triscar por los montes cosa mala, pero también a despatarrarnos en la playa, a la sombra del padre Teide.

Y una, que adora hacer eso que llama "turistadas" con los mismos complejos con los que vive la ternura -es decir, sin complejos- se empeñó en que no podíamos prescindir del "Loro Parque". Lógicamente, mi padre puso el grito en el cielo, pensando que aquello no era más que un amasijo de animales en cautividad y se negó en redondo. Pero quién se puede negar, después de que durante varios días le sobeteen la orejilla, narrándole las excelencias del mejor, más grande y completo pingüinario del mundo? Conclusión y resumen: para el Loro Parque fuimos. Por supuesto y para completar la turistada, en trenecito urbano, de esos que dan grima y vergüenza ajena. El mismo.

Cuatro veces, creo, como mínimo. Cuatro veces en el mismo día fuimos al pingüinario, alternando las visitas recurrentes con orcas, delfines, loros, monos y aves de todo pelaje. Cuatro veces y más, si por mí hubiera sido. Pingüinos de todo tipo y tamaño. Pingüinos adultos y jóvenes, pingüinos incubando huevos en poses hieráticas de elegancia sin parangón. Pingüinos paseando, saltando, rebotando de roca en roca, pingüinos nadando a la velocidad del viento, pingüinos charlando amigablemente, pingüinos reflexivos, pingüinos juguetones... Todo, en varios ambientes recreando a la perfección su hábitat natural. Incluso había una inmensa sala en la que un GPS reproducía las condiciones climáticas y cronológicas de la Antártida a tiempo real: nieve, viento, atardecer. Que sí, que mola más verlos en libertad y que es una putada, pero cuando un bicho es capaz de reproducirse con naturalidad en cautividad, mal no está. Y que resulta que una no tiene dinero para irse a la Antártida. Así que, eso.

Todo tan tierno, tan natural, tan auténtico, que hubo quien hizo tentativa de sacarme de allí a la fuerza. Y lo mejor: mi padre, contagiado de tanta belleza y tanta verdad (cautividad mediante), salió tan feliz, que me dijo: "Menos mal que me convenciste para venir; esto es una maravilla".

Lo dicho, señores, sin complejos. Al pan, pan.
Y al pingüino, güino.



Frase del día, con suculenta moraleja: "Los pingüinos no vuelan, porque se les olvidó que pueden hacerlo" ... A nosotros, con frecuencia, también. (gracias, María).

2 comentarios:

adam dijo...

He estado en Auistralia y he tenido un Koala en brazos. El animal era precioso, pero no se abrazaba a mi: Se agarraba (no se debia fiar de los humanos).

Hice un Master en los años setenta: "Toqueme por favor" basado en las teorias de un tal Julius Fast que afirmaba que la gente se tocaba poco (antes de las tonterias de lo politicamente incorrecto).

Buena ternura la que no busca reciprocidad, pero si insiste acabara encontrandola.

Es verdad, yo conozco gente a la que se le olvido volar.

MaríaT dijo...

Emocionada me dejas con el homenaje pingüinil, ¡me encanta!
Besos